El orfanato maldito de Rivadavia | Recopilatorioss

El orfanato maldito de Rivadavia

Posted by Anónimo On 15 oct 2013 0 comentarios



Hace un tiempo nos llegaron los rumores sobre un nefasto caso en Rivadavia. Se comentaba que cerca de la intersección de la calle Irrazabal y la Ruta provincial 50 (antigua ruta nacional 7), había una casa que llevaba años tratando de ser vendida y no se podía concretar por los sucesos que en el pasado habían acontecido.
Fuimos hasta el lugar y nada trascendental había para contar, por lo que el caso no nos pareció interesante. Hablamos con unos vecinos de la zona y tampoco sabían nada, por las dudas les dejamos nuestros números telefónicos por si se enteraban de algo.

Al cabo de dos semanas nos llamó una señora,

vamos a decir que su nombre era Olga. Nos llamó Olga y nos dijo que tenía muchas cosas para contarnos y algo espeluznante que mostrarnos, fue así como emprendimos nuevamente el viaje hacia Rivadavia.

La casa de Olga estaba a varios kilómetros de Irrazabal, sobre la Ruta 50, pero nos precisó detalles de su hogar y no nos costó encontrarlo. La señora era viuda y vivía sola, ella nos decía que tenía 89 años, pero nosotros le dábamos unos diez más. Su cara estaba adornada con profundas arrugas, con el paso y el peso de los años en su andar nos invitó a pasar. Todo su semblante era antiguo y denso, tenía ganas de hablar pero en sus ojos brillaban destellos de miedo y espanto.

Entramos a la cocina de la vieja casa y sobre la mesa tenía una especie de baúl cerrado. Se sentó en una sella, lo tomó entre sus manos y comenzó la historia de la casa… otrora el orfanato San Juan, pero antaño… mejor se los dejamos tal cual no los comentó ella. Así comenzó su relato, mientras del baúl sacaba fotos:

Esa casa no se va a vender jamás. Ahí pasaron cosas espantosas, cosas oscuras y de las que nadie quiere hablar. La historia comienza mucho antes de su construcción, cuando esa tierra fue víctima de rituales satánicos. Lo que pasó en el orfanato fue el desenlace trágico, la venganza de aquellos oscuros seres. Pero yo vi todo… yo viví todo.

Años después de la primera guerra mundial decidimos venirnos a vivir de Francia a la Argentina, Europa estaba muy convulsionada y mi padre temía que pasara lo que varios años después pasó, la segunda guerra, la peor de todas. Mi padre era agricultor y mi madre ama de casa, así que vendieron todo lo que tenían y se vinieron a vivir a Mendoza, lo único que no se vendió fue la cámara de fotos de mi madre, ya que era un objeto muy moderno en Montpellier y suponíamos que en Argentina no iba a existir. Desde muy chica heredé la pasión de mi madre, por lo que aprendí a tomar fotos y me hice aficionada. A mis quince años me contrataron del club social del pueblo para que retratara las fotografías de una fiesta donde iban a estar varios políticos importantes, ya ni me acuerdo quienes eran.

La jornada se extendió hasta tarde, por lo que tuve que volver caminando hasta mi casa de noche, por la ruta. A la altura de la que hoy es la calle Irrazabal sentí unos ruidos extraños. Me escondí entre las sombras de los árboles por el miedo a que alguien me vea, más por mi cámara que por mí. Un grupo de personas se adentró por la calle de tierra. No los pude ver bien, pero continué escondida. Al cabo de unos minutos los ruidos no venían hacia mí, sino que los traía el viento. Eran murmullos, como que estaba rezando, eso me tranquilizó un poco. Salí de mi escondite y fui en con cautela hacia el lugar de donde provenían los ruidos, a unos treinta o cuarenta metros de la ruta. A los lejos alcancé a ver unas personas, el negro de la noche y las sombras se fundían con sus vestimentas, entonces escuché un ruido desgarrador, parecido a cuando mi padre mataba un cordero para comer, fue un llanto y luego un grito y un golpe en seco. Ese sonido me heló los huesos, y comencé a correr hacia mi casa. Esa noche no conté nada a mis padres, pero tampoco pude dormir.

A la mañana siguiente volví hacia el lugar, observé que nadie estuviese por los alrededores y me adentré por la calle Irrazabal, en ese momento había una finca abandonada. Los yuyos habían crecido por doquier, había un forraje tupido que separaba la calle de la finca. Encontré un sendero, trazado por algunas huellas que decidí seguir, caminé cruzando la vegetación, descendí por unas piedras y encontré una zona despejada, sin yuyos, sin piedras, rodeada por higueras muertas. No había nada ni nadie, ni siquiera algún objeto que llamara la atención, pero en el centro de ese lugar, una mancha negruzca decoraba el piso. Me arrimé hacia la mancha y le pasé el dedo, era una sustancia viscosa, al frotarla entre mis dedos perdió color y se transformó en rojiza, deduje que era sangre. De pronto mi corazón comenzó a latir, me sentía observada por cientos de ojos, por las higueras, por toda la zona. Observé desesperada hacia todos lados y no había nadie, el ruido del silencio me absorbía, ni siquiera escuchaba el canto de los pájaros, entonces corrí, corrí y corrí… hasta que llegue nuevamente a mi casa. Esta vez si les conté a mis padres, pero ambos minimizaron el asunto, ¿se iban a preocupar acaso por una mancha de sangre en un campo abandonado, donde cientos de pájaros, gatos, liebres y ratones deambulan todo el día? Era demasiado pedir, pero yo sabía que pasaba algo…

Ese fin se semana tuve otro evento en el Club Social, esta vez no terminó tan tarde y yo contaba con el permiso de mis padres para llegar de madrugada, por lo que decidí ir a ver si volvía a encontrar algo en aquel lugar. Anduve por el mismo sendero, atravesé los mismos yuyos y descendí por la misma roca, segundos antes de llegar al lugar donde había encontrado la sangre sentí esa especie de “rezos” que había escuchado la primera vez… y esta vez eran fuertes y cercanos.

Un terror absoluto me invadió, miré hacia el lugar donde provenían los ruidos y los vi. Eran varios hombres vestidos de negro, encapuchados. Venían murmurando una especie de oración y se acercaban hacia mí. En ese momento me escondí detrás de unos arbustos y tomé una fotografía. En ella pueden ver lo que vi, cuatro hombres que venían hacia donde yo estaba, pero detrás de ellos venían varios más, calculo que unos veinte. No tenía escapatoria, por lo que decidí mantenerme escondida, tampoco iba a poder tomar otra fotografía, porque la cámara hacía ruido y me iban a descubrir, pero lo que vi esa noche fue espantoso.

Entre oraciones y movimientos extraños, uno de los hombres sacó de una manta algo, lo depositó en el suelo, justo en el lugar donde yo había visto la mancha de sangre y le quitó la manta con lo que lo envolvía. Fue entonces cunado pude ver quien gritaba. No era un cordero, sino un niño, un bebe. Otro de los hombres elevo sus manos hacia el cielo, mientras profesaba frases en otro idioma y miraba hacia la nada. Poco a poco comencé a sentir como mojaba mis pantalones, jamás voy a olvidar el calor de mi orín corriendo por el frío de mi piel. Entonces un tercero que llevaba una guadaña la elevó por los aires y la dejó caer en seco sobre el pecho del bebé, cortando en el acto los llantos de la criatura. Los hombres se abalanzaron sobre el cuerpo, mientras seguían con su ritual, todo mi cuerpo temblaba. Al cabo de unos cinco minutos, que se me hicieron eternos, los encapuchados se marcharon, dejando solamente rastros de sangre en el suelo, nada más. Y así corrí desesperadamente, cortándome con los arbustos, ahogándome en mis lágrimas, con el corazón en la boca de tanto miedo.

Cuando llegué a mi casa, mis padres instantáneamente se dieron cuenta de mi estado de alteración. Esta vez llevaba pruebas en mis manos. Una vez revelada la foto no tardaron el llevarme a la comisaría. Ahí nos recibió el comisario Ernesto Saviola, quien escuchó atentamente mi relato. Al finalizar se le dibujó una sonrisa en el rostro, pensando en que eran tonterías de una joven, hasta que le arrimé la foto y sus ojos de desorbitaron. Lo primero que me recomendó fue que tengamos cautela, que la policía se iba a hacer cargo, pero que no alertáramos al pueblo.

Mi familia era muy católica, por lo que mi madre me pidió que fuésemos ha hablar con el cura del pueblo, creyendo que debía pedir perdón o consejos por algo que no entendía y ni siquiera era mi culpa. Hablé con el padre Joaquín Sotomayor, quien no tardó en comentar entre sus pares con furia lo que unos “herejes y paganos” (como los nombró) estaban haciendo en el pueblo. Al cabo de unos días, el rumor se presentía en el ambiente, nadie hablaba de nada, pero todos sabían algo, todos habían escuchado que algo pasaba, la gota que rebalsó el vaso fue cuando desapareció Augusto, el bebé de los Pereyra. Entonces el pueblo se alzó en una revuelta, policía e iglesia incluida, y lo primero que hicieron fue ir donde lo ocurrido.

Varias personas rodearon el lugar, ingresando por los cuatro flancos. Sigilosamente llegaron hasta la zona en cuestión… y ahí estaban. En un instante de furia toda la gente atacó al mismo tiempo, ninguno de los encapuchados corrió, simplemente se quedaron inmóviles mientras la multitud arrasó con ellos. Rápidamente fueron masacrados, se encendió una pira y los arrojaron a todos en ella, el bebé de los Pereyra jamás apareció. En la desesperación, el padre del bebé se suicidó, arrojándose a la hoguera. No voy a olvidar los gritos de Pereyra y el olor espantoso a muerte que quedó en el ambiente, aquel que de niña había olido, cuando en Francia los soldados incendiaban nuestros vecindarios.

En ese mismo acto se prohibió a los allí presentes hablar alguna vez de lo ocurrido, este hecho iba a hundir un pueblo que poco a poco iba creciendo y lo que se había cometido era un asesinato, una venganza, que nada de legal tenía. Era la perdición para el comisario y todos los demás. Creyendo que la foto que les había dado era la única copia, la arrojaron a la pira humana y todo ardió. Para ocultar bajo las cenizas el nefasto suceso, se decidió construir un orfanato en el lugar, con ánimos de proteger a los niños desamparados y abandonados. Fue así que se construyó el orfanato San Juan.

Pasaron un par de años, el orfanato se construyó y se pobló rápidamente, yo jamás me sentí tranquila al pasar por esa calle, jamás pensé en regresar, violentos tiritones me atacaban cada vez que debía atravesar esa zona… hasta que un día Margarita Nuñez, la encargada, me llamó para que tomara algunas fotografías del aniversario del orfanato. Aquella tarde tome varias fotografías, pero hay dos que lo resume todo. En una pueden ver a Margarita y a Estela, su hija, con dos de los chicos del orfanato. Lo que hay sobre la mesa no tiene explicación, nuevamente los malos presagios me atacaron. Pero esta vez no había policía a la que acudir… ¿Qué ley se estaba infringiendo? Ninguna.

La otra la tomé en el jardín de la casa, eran dos niños que reían y estaban impactados frente a mi cámara. Las risas no les permitían estar quietos para la foto, pero una vez que la tomé fue esto lo que apareció. La niña del medio no estaba en la foto y lógicamente estos no eran sus “risueños” rostros. El pasado oscuro se posaba sobre aquel lugar.
Decidí nuevamente acudir a la iglesia con las fotos para hablar con el padre Joaquín. Pasaron solo dos días y ya estaba en Rivadavia un cura de la ciudad que decía ser un idóneo exorcista, experimentado en bendecir lugares y espantar malos augurios. En cuanto el cura Miguel Lugones pisó el lugar, se detuvo instantáneamente, se dio media vuelta, nos miró y con cara de pánico dijo “en este lugar no podemos hacer nada”. Sin más explicaciones volvió hacia la ciudad. El Padre Joaquín intentó tres veces bendecir el lugar, pero en cuanto abría la botellita de agua bendita e intentaba esparcirla, la gotas de la misma se secaban en el aire sin siquiera tocar el suelo. Una vez más se nos pidió guardar silencio, por el bien del orfanato, por el violento pasado y por la salud del pueblo.

Entonces pasó lo peor…
Aquel día amaneció lloviendo, nubes grises se apiñaban en el cielo, amenazando con granizo. El viento corría fuerte y yo tenía que ir a la ciudad a hacer unos trámites. Como era caso la madrugada, un vecino me iba a acercar hasta Mendoza. Cuando pasamos por la puerta del orfanato vi el auto del comisario Saviola, entonces supuse que algo malo había pasado. Le pedí a mi vecino que me dejase, preparé mi cámara (como de costumbre) e ingresé al orfanato sin golpear, pero preguntando por Margarita… luego por Estela y por último por el comisario. Nadie me contestó. Entonces me adentré en la casa. Y al llegar a las habitaciones vi el espanto.

Los cadáveres desparramados de los niños estaban por los pisos, sin mutilaciones pero con sus huesos quebrados, uno había sido ahorcado con su propia bufandita. A todos les habían retorcido el cuello y golpeado la espalda, como si los hubiesen estampado contra las paredes y los pisos. Era una imagen espantosa, negra, demoníaca.

En la otra habitación estaba Margarita, con sus brazos y sus piernas quebradas, sus ojos estaban aún abiertos y transmitían el horror que había sufrido previo a perecer. Estela estaba muerta en la cama, una fuerza brutal había torcido su cuello dejándole la cabeza girada casi en ciento ochenta grados. También había niños esparcidos por los pisos, todos muertos, de la misma manera, con la misma brutalidad.

En el instante que tomé las fotos aparecieron el comisario Saviola con el Padre Joaquín. Saviola había pasado por la zona hacia la comisaría y vio las puertas abiertas, entró y al ver lo sucedido, en un ataque de pánico, había corrido hasta la iglesia a buscar al Padre Joaquín, olvidando su auto. La desesperación se veía en sus rostros, los tres estábamos aterrados y atónitos. La tormenta comenzó a rugir, fue entonces cuando escuchamos ruidos, murmullos, gritos, sollozos… niños llorando, grandes… ¿rezando? Saviola gritó que venía del suelo. Esperanzados los tres comenzamos a arrancar las tablas del piso, esperando hallar alguna persona que haya escapado de la masacre, creyendo que existía un escondite secreto conocido por los niños. Entonces descubrimos lo más macabro de toda esta historia.

Bajo el suelo, había una especie de sótano. Al ingresar, un hedor fétido y nauseabundo nos mareo. La humedad de aquel lugar era espantosa. Encendimos la luz y pudimos ver el horroroso espectáculo. En el sótano del orfanato San Juan estaban los restos de todos los encapuchados que aquella noche se habían quemado hasta hacerse polvo en la pira, como un mausoleo del diablo, como una burla, como una espantosa imagen de terror, todos… ahí, eternos, oscuros, quemados, sigilosos, continuando con su ritual de muerte.
Los tres hicimos un pacto, los cadáveres de los niños, de Estela y Margarita fueron sepultados en el cementerio, pero aquel sótano se cubrió de cemento y tierra para que nadie jamás profanase aquel horroroso lugar. Hace años murió Saviola, la semana pasada murió el Padre Joaquín, ahora solo quedó yo. Pensaba llevarme el secreto a la tumba, como habíamos pactado, pero desde aquella vez que no puedo conciliar el sueño, las sombras me persiguen, he vivido una vida de miseria y oscuridad… no quiero esto para la eternidad, así que decidí contárselos a ustedes y mostrárselos en fotos. No son los primeros en ver las fotos, pero si en conocer la verdadera historia. Hagan lo que crean conveniente, pero dejen descansar a los muertos en paz.

Fue así como retornamos a la ciudad, con las fotos y el miedo haciéndonos temblar. Al pasar por la puerta de lo que queda del orfanato ninguno se animó a mirar con detenimiento, pero un halo de oscuridad envuelve toda esa zona…

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