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El péndulo humano

Posted by Anónimo On 7 sept 2011 0 comentarios


El cerrojo de la puerta no había sido pasado y decidí ingresar al apartamento. Fue atrevido de mi parte haber hecho tal irrupción en propiedad ajena, pero tuve en consideración el perturbador mensaje de texto que me envió mi amigo Clarence.

leicov!!!... where r u, man…
i need more! MORE!!

Avancé lento por la sala y debí esquivar objetos que una vez estuvieron al derecho las repetidas veces que visité el lugar. Aquello no me era acogedor y la palabra hogar escurrió espesa por mi mente hasta desvanecerse. Hice un alto e inquirí desconcertadamente:

—Clarence? Are you O.K., bro? I’m Leicov.

Cuchillo era escuchada por el vecino del apartamento contiguo y a volumen máximo. La música inundaba suavemente el apartamento hasta ocupar los rincones. Pero eso era fuera porque adentro todo permanecía en silencio y la llave abierta de lo que parecía ser el lavamanos me condujo hacia el pasillo angosto por donde se distribuían las habitaciones. Mi tímido avanzar me permitía observarlo todo y con mayor atención. Me constituyó una pena atestiguar que el huracán que acometió con fuerza contra el recibo también dejaba una huella destructiva por allí.

Mis pesados pasos hacían sonar los vidrios de una gran cantidad de retratos arrojados al piso. Medallas, títulos universitarios y placas de reconocimiento: todos, recuerdos inútiles a ras del suelo. Eché el ojo cada vez que pasaba cerca de una habitación y el escenario no era diferente, aunque sí impresionante: había puertas de armarios desencajadas, algunas agujereadas con violencia y de un modo demencial.

Llegué al baño, di tan sólo un paso adelante y llamé, pero no hubo respuesta. La puerta levemente entreabierta me permitió ver a una oscilante sombra proyectada en la pared. Se movía de un lado a otro con una rígida frecuencia que erizó los vellos de mis brazos y regresé dos pasos.

Dentro del apartamento no había más sonidos que el del grifo y el de mi jadeante respiración. La canción de Zapato3 seguía colándose por las ranuras de la hoja de la puerta principal. Cuchillo martillaba fuerte y hacía añicos mi mente en aquella inseguridad objetiva que incluía dudas a la situación.

Llamé nuevamente a Clarence y al no tener respuesta respiré profundamente dos o tres veces, luego empujé la puerta con mis manos hasta abrirla de par en par. Acto seguido, mis ojos fueron congelados por el horror que presencié: una correa unía la lámpara del baño con el cuello de Clarence. No esperó por mí. La heroína quedó en los bolsillos de mis jeans.

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